jueves, 17 de mayo de 2018

Inktober, día 3: veneno

"Dicen que tienes veneno en la piel, y es que estás hecha de plástico fino..." canturreaba una voz desgarrada desde el fondo de la habitación. Una joven atractiva y despeinada aparta las sábanas de algodón y apoya sus largas piernas morenas en el suelo. Se estira como un felino y esboza una sonrisa de medio lado, mientras observa su reflejo en el espejo empañado de su habitación de hotel. El maquillaje corrido que manchaba sus pómulos. Una marca de carmín debajo de la clavícula derecha, simbolizando una captura. Se abrocha los botones de su camisa arrugada con los ojos entornados. Aquella noche de enero hacía tanto frío que el aliento se convertía en pequeñas nubecitas de vaho nada más exhalarlo. 
"Es cierto", pensó. "No hay más que ponzoña en este mundo". Detrás de ella, el crujido de un hueso. Levanta la vista y ve una silueta moviéndose entre las sombras. Enseña los dientes puntiagudos mientras se le acelera el pulso.
Es noche de caza.

Inktober, día 2: dividida

 Desde que era muy pequeña fui regalando fragmentos de mí a quienes me tendían la mano. Si me sonreías, me llenaba de calidez. No fue hasta muy anciana cuando comprendí que me había perdido a mí misma en pos de los demás. 
Llegué a tener mil caras y cientos de personas guardadas en mi pecho. Al tiempo que yo les regalaba cachitos de corazón, les arrebataba algo de los suyos. Fue tarde cuando abrí los ojos y reflejados en el espejo vi una mezcla de todos los rasgos robados durante años, pero ninguno mío. Quedé dividida, una difuminada versión de mis características y una condensación de todas las demás. Juré encontrarme, e inicié mi búsqueda en el mundo. 
Hoy aún recorro las bulliciosas calles en busca y captura de mis recuerdos, que, en forma de personas, no me parecen ya sino amenazadores filos de hielo y metal.

Inktober, día 1: rápido

Apesadumbrado, el joven estudiante echó una rápida ojeada a su lista de quehaceres. En un sistema que premiaba la memoria sobre la inteligencia, el desarrollo personal quedaba relegado a un segundo plano. En un sistema donde la imaginación, la curiosidad y el tiempo libre eran tachados de inservibles, la rama artística quedaba anulada. 
"Están podando las ramas de un gran árbol en vez de regarlo. Quieren eliminar todas las formas geométricas para convertirnos a todos en cuadrados". 
El muchacho garabateó distraído los márgenes de sus apuntes: "no podrán asfixiarnos"
Y no, no podrían, porque después de todo y como dijo Neruda, 
"Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera".

Mei-Shel


Desde que tengo memoria mi padre ha odiado la Navidad. En casa rehuímos el tema, pero todos sabemos que desde que mamá se fue no es el mismo. Creemos que, a pesar de todo, no pudo con ello, que algo en su interior se rompió y ahora lo ve todo como si los colores que él solía decir que llenaban el mundo hubiesen perdido intensidad.
De eso hace ya mucho tiempo. Mamá se fue de golpe, sin previo aviso, y dejó a todo el mundo conmocionado. Con un padre sumido en la tristeza y una hermana rabiosa por independizarse y perdernos de vista, decidí tomar cartas en el asunto y empezar a actuar como el pegamento que mantuviese unida a nuestra maltrecha familia. Nicolás, mi hermano pequeño, se mantuvo estoico durante todo el camino al tanatorio. Ni siquiera observándola allí, tras el cristal, con los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios, parpadeó. Mamá parecía una muñeca de porcelana, yacía inmóvil envuelta en lino y con las manos cruzadas sobre el estómago. Con sólo nueve años, Nicolás sabía lo que había perdido y en el momento no derramó ni una sola lágrima.
Tuvieron que pasar días antes de que el pequeño irrumpiese en mi habitación llorando desconsoladamente y se lanzase a mis brazos sin decir ni una sola palabra. Entonces yo le acaricié la cabeza, en silencio. Nada de lo que yo pudiera decirle podría aliviar la pérdida que habíamos sufrido, así que lo abracé lo más fuerte que pude y esperé, taciturna, a que su llanto cesara. Nicolás era sólo un niño, pero era un niño inteligente que sabía más del mundo que muchos adultos.
Algunos meses después, Raquel cumplió los dieciocho y se despidió ofreciéndonos una sonrisa y un beso en cada mejilla, como a perfectos desconocidos. Ya sólo quedábamos tres en casa y fue entonces cuando las cosas empezaron a volver al buen camino. Papá se esforzó en que no nos faltase de nada y en que nos sintiéramos abrigados. Hablábamos mucho y creo que eso ayudó, pero yo sabía que seguía fumando en la terraza cuando la echaba de menos. Creía que no podíamos verle. Fue entonces cuando empezó a salir de casa para dar largos paseos siguiendo la orilla del río. A veces volvía sonriendo, así que nosotros le sonreíamos también.
Después de nuestras segundas Navidades sin mamá, papá nos sentó en las mullidas butacas del salón y nos dijo que tenía que presentarnos a alguien. Ese alguien tenía los ojos del color de la lluvia y una expresión risueña y dulce. Nos abrazó muy fuerte en cuanto nos vio. Fue una situación un tanto violenta para nosotros, pero ella sonrió y dijo que papá le había hablado mucho de nosotros. Nico y yo intercambiamos una mirada escéptica, intuyendo por dónde iban los tiros. Efectivamente, mi padre y su nueva novia, Isabel, se casaron cuando las primeras margaritas manchaban el césped con su blancura.
Isabel trajo con ella la ilusión y calidez que nuestro hogar había perdido tiempo atrás, y cuando un día me encontré efectuando una danza silenciosa con ella mientras hacíamos los preparativos para la cena de Nochevieja, en un ambiente de máxima comodidad. Tuve que admitir que papá estaba en lo cierto: nuestra familia la necesitaba. Cantando a media voz la letra de una canción, dispusimos la vajilla de porcelana y seleccionamos las servilletas más bonitas —esas con los ribetes dorados— para que todo fuera perfecto.
Cenamos con mi familia paterna y una atmósfera de alegría se asentó entre nosotros durante toda la noche. Por unas horas parecía que todo era como antes, (¡Incluso los abuelos, con todos los desvaríos propios de su edad, halagaron la gracia y sencillez de Isabel!) y dimos la bienvenida al nuevo año todos cogidos de las manos. Poco después el abuelo empezó a farfullar incongruencias acerca de la borrasca que estaba a punto de desatarse en la ciudad, pero todos lo achacamos al champán que había hecho que sus mejillas se ruborizaran y a su incipiente pérdida de facultades. A veces olvidaba cosas, pero nada serio. Juraría que esa fue la primera vez que oí a papá roncar mientras dormía a pierna suelta desde que murió mamá.
{***}
Bip-bip.
—¿Dónde estoy? —pensé para mis adentros. Abrí los ojos perezosamente, como si mis párpados estuvieran sellados con pegamento. Parpadeé, confusa, para acostumbrar mi vista a la brillante luz que entraba a través de una ventana.
Bip-bip.
Me incorporé con movimientos lentos y delicados, sintiendo la cabeza a punto de explotar. Extendí los brazos sobre mi regazo y me llevé una desagradable sorpresa: unos finísimos tubos se introducían desde un soporte al lado derecho de mi cama y hasta desaparecer por debajo de las mantas. Retiré las sábanas con sumo cuidado, como si fuera de cristal, y mi desconcierto fue aún mayor: los tubos acababan en delgadas agujas que agujereaban mi la piel a la altura del pliegue del codo. Eso era… ¿un hospital? ¿Qué hacía yo en un hospital?
Bip-bip.
La habitación estaba en silencio, sin nada más que lo rompiera que los agudos pitidos que emitía un monitor cerca de mi camilla, que marcaba mi frecuencia cardíaca. “¿Se puede saber qué está pasando aquí?” murmuré para mí misma, entre dientes. Desesperada, arranqué las vías de mi piel y las deposité sobre la mesilla de noche, temblando de puro miedo. Después me incorporé y abandoné la habitación, descalza y sin nada más puesto que el fino camisón azulado del hospital. En ese momento, lo único que me preocupó fue memorizar el número de mi habitación y su planta. “Tiene que ser un error. Yo no debería estar aquí. ¡Si anoche estaba cenando con mi familia!”
Con las prisas ni siquiera me percaté de que los molestos pitidos seguían marcando constantes vitales en el monitor, pese a que yo ya no estaba allí y no quedaba nada que pudiera medir.
{***}
No me molesté tampoco en coger el ascensor, y mientras bajaba al trote por las escaleras me iban subiendo los colores, hasta que estuve segura de que estaba colorada como un tomate. Pero ¡cómo se me había podido ocurrir salir de mi habitación así vestida! Me tapé la cara con las manos, muerta de vergüenza. Lo más inaudito de todo es que pese a cruzarme con varios pacientes acompañados respectivamente de enfermeras o familiares durante mi desenfrenada carrera ninguno de ellos levantó la vista para mirarme o se quedó extrañado de ver mi vestimenta. En el momento no presté atención tampoco a ese detalle.
Llegué a recepción sintiendo que me faltaba el aire, y con los pies helados por el contacto con el suelo.
Perdona, ¿me puede ayudar? le pregunté a la recepcionista, que se entretenía inflando pompas con el chicle que mascaba mientras repasaba con un lapicero líneas y palabras que para mí no significaban nada en una lista. Ni se inmutó. Volví a llamarla, segura de que estaba concentrada en su labor y no me había escuchado Oiga, necesito… por favor, es importante.
En ese momento un anciano se acercó al mostrador y preguntó por la cafetería. La recepcionista —María, según la placa en su chaquetilla— alzó la cabeza y le sonrió amablemente, indicándole que la encontraría girando a la derecha en una bifurcación algo más allá. Al instante volvió a centrarse en el documento que estaba leyendo. Me quedé de piedra, recordando cómo todas las personas con las que me había cruzado en el hospital me habían ignorado, como si no estuviese allí. ¿Qué estaba pasando?

Giré sobre mis talones y observé en silencio la realidad confusa y sinsentido que me rodeaba. Entre todos aquellos rostros a los que no ponía nombre encontré una mirada que me resultó familiar: era una mirada perdida. Perdida, como yo. Nunca había visto unos ojos tan grises y ojerosos como los que adornaban aquel pálido rostro, al que parecían haberle arrancado el alma de cuajo. Dicen que la mirada es el espejo del alma, pero aquello más que un espejo se asemejaba más a un muro de hormigón. Pese a ello aquel muro parecía lo único que ofrecía resistencia en el individuo, porque aquel muchacho parecía de cartón. Tenía la impresión de que con poco más que un soplido acabaría de bruces contra el suelo.
Mientras lo observaba, curiosa, sentí que detrás de la imagen de chico de cartón había una historia, una historia que iba más allá de lo ordinario.
Interesada, quise saber más y me introduje en lo más profundo de sus ojos grises y ojerosos y su mirada perdida.
Más allá de las heridas superficiales descritas con claridad sobre su antebrazo, encontré una causa detrás de cada cicatriz. Algunas heridas aún sangraban, algunas heridas ya estaban aparentemente curadas y algunas heridas ni siquiera se habían dignado a aparecer. Por el momento. Pero supe que llegarían. Traté de imaginarme el momento en el que el dolor interno y el dolor externo se complacían mutuamente mientras un filo de metal rasgaba el epitelio, despacio, con precisión, previa meditación y dibujaba una frustración sobre su piel.
Sentí como si siete cuchillas arañasen mi espalda y me susurraran en el cuello todo el frío de un invierno.
En lo que dura un pestañeo me di cuenta que a aquel adolescente, que no tendría más de quince años, lo que le pasaba era que echaba de menos a su niño interior. Tuve que estar de acuerdo con él: daría tanto por volver a aquella etapa de mi vida en la que los sueños no tenían fronteras...
Ya no formaba un total, sólo fragmentos de lo que un día fue un niño con sueños y corazón irrompible. Se había refugiado en un pozo en el que veía la salida y no la forma de salir. Se había refugiado en una rutina en la que había convertido un hábito el no comer ni dormir. Se había refugiado en una realidad de la que no podía salir.
Y para cuando me di cuenta, me había refugiado en la mirada perdida sin alma más fría, más oscura, más gris.
Gris como mi niebla interior, que nublaba mi mente y obstaculizaba mi percepción sobre la realidad.
“Céntrate.” Me repetía una y otra vez. “Ubícate.” Se escuchaba sin cesar en mi cabeza. “Cálmate.” Susurraba mi conciencia.
Pero, ¿cómo iba a centrarme, ubicarme y calmarme si no sabía ni cómo, ni cuándo ni por qué había llegado hasta ahí?
Nunca me habían gustado los hospitales. Nunca me habían transmitido confianza. Nunca nadie pudo salvar a mamá.
Si mi confianza en la medicina se midiera según el porcentaje de agua en un vaso siendo éste del 50%, aseguraría ver el vaso de agua medio vacío, y no medio lleno.
Los escasos minutos que llevaba vagando por los interminables pasillos eran suficientes como para percatarme de que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad matemática. "La vida se presenta como una continua mentira" decía. Y qué razón tenía.
Había comenzado a confundir lo que era mentira y lo que era verdad.
El hospital era un lúgubre laberinto de gélidas paredes blancas en el que se respiraba un ambiente tenso y deprimente.
Me comparaba a mí misma como un vago fantasma: nadie me veía, nadie me tocaba, nadie me conocía y yo caminaba ensimismada.
Llegué a la tercera planta tras subir un tramo de un par de docenas de escalones.
"Oncología" indicaba un cartel azul con letras en blanco.
Aquel era un pasillo diferente. Era un pasillo en el que reinaba una flébil luz de led parpadeante y un silencio ensordecedor, el cual se rompió en el instante en que un llanto fatigado se convirtió en el centro de las miradas curiosas de los pacientes y familiares que aguardaban en los bancos grises de metal.
Bajo la luz parpadeante se hallaba cabizbaja, y con un libro en el regazo, una joven solitaria de ojos atentos a su lectura. Logré leer en el reflejo de sus pupilas que se trataba de una novela de Stephen King.
Me senté en el suelo, frente a ella. Total, nadie notaba mi presencia...
En vez de descubrir el reflejo en sus pupilas, intenté atravesarlas y encontrar su historia: sus inicios, su trayecto, sus ideas, su memoria, su filosofía, sus proyectos, sus logros y victorias.
No tenía cejas, ni pestañas. Había perdido el pelo y el brillo en su piel. Parecía demasiado delicada como para rozarla con una pluma.
Aquella chica, hierática, había llorado tanto que las ojeras se habían acomodado y dibujaban medias lunas moradas sobre sus mejillas. Tenía los labios agrietados, la tez amarillenta y se había mordido tanto las uñas que se diferenciaban marcas de sangre en la yema de sus dedos huesudos.
Como si fuera la única persona que se percatara de mi presencia, alzó la cabeza y clavó sus oscuros luceros ausentes en los míos; mirándome sin verme y atravesando mi alma. Supe en aquel instante que le invadía una agonía incipiente. Respiraba de manera irregular y acelerada. Parecía que la sangre había dejado de fluir por sus venas.
Y allí seguía, mirándome sin verme y atravesando mi alma. En ese instante se incorporó del todo y pude contemplarla en su totalidad: le faltaba el pecho derecho.
Seis años atrás: su abuela fallece de cáncer de mama. Cuatro años atrás: su madre fallece de cáncer de nama. Dos años atrás: encuentran un bulto en su seno. Nueve meses atrás: se queda embarazada y decide abortar.  Una semana atrás: sufre una recaída. Una hora atrás: se sienta en el mismo banco del que se acaba de levantar.
Una hora después: no sabía que el asunto se iba a complicar.
Una semana después…
Biip. Biiiiip. Biii...
En ese instante un ensordecedor pitido incesante resonando en mi cabeza me alertó de que algo no iba bien, aunque no sabía muy bien de qué se trataba. Todo aquel que se encontraba a mi alrededor hizo caso omiso del intermitente sonido que me atosigaba y empezaba a agobiarme de verdad. Necesitaba localizar el foco que lo producía. Cerré los ojos y después de meditar durante una interminable fracción de segundo, mi instinto me condujo hasta la puerta cuyo número había memorizado tan sólo unos minutos atrás.
En el momento en que crucé el umbral de mi habitación me quedé helada. Sobre mi cama se inclinaban Isabel, Nico y papá, los tres arrebullados y dándome la espalda, murmurando entre sí.
—¿P-papá? —tartamudeé, con los ojos húmedos. Pese a que la falta de reacción por su parte no me pilló por sorpresa, me sentí ligeramente decepcionada. Todavía sentía ese dolor desgarrador en el pecho que poco a poco iba extendiéndose por mi caja torácica y hacía que me sintiera vulnerable, como si me hubieran absorbido de golpe todas las energías.
Papá lucía más paliducho de lo que recordaba, y parecía haber envejecido diez años de un plumazo. Su mirada estaba tan cansada como la de un hombre que ha vivido cien vidas, y suspiraba. Nicolás, a su lado, tenía los pómulos hundidos y callaba, siguiendo con atención la conversación de los adultos. Incluso Isabel, siendo una mujer tan llena de vida como lo era, se encontraba ausente, apagada, como una flor pocos días antes de marchitarse.
Decidida a hacerme notar, de una manera u otra, rodeé la cama y casi me caigo de culo del susto: sobre el colchón, tapada hasta el cuello y todavía conectada al monitor yacía yo, con los ojos cerrados y un gesto sereno.
Al instante se encendieron todas las alarmas en mi cabeza y durante un breve periodo de tiempo entré en el más absoluto pánico. ¡No podía ser! Yo estaba aquí, tan invisible como lo llevaba siendo todo el día, pero aquí después de todo. ¿Quién era esa chica de cabellos cobrizos que había usurpado mi lugar? Mi vida… Por un momento me sentí engañada: me habían robado mi vida.
—Isa,— la voz de mi hermano me sacó de mis cavilaciones. Bajé la cabeza y vi cómo el pequeño tiraba de la manga del jersey de mi madrastra —había que ver lo duro que sonaba esa palabra en mi cabeza—. Isa le frotó la espalda con cariño y forzó una sonrisa que quedó matizada por las profundas bolsas bajo sus ojos— ¿Podremos ir a ver al abuelo hoy?
Vi cómo Isabel dudaba y miraba a papá, suplicante. Éste tampoco supo qué responder, y tras un largo vacile contestó:
—Cariño, ya sabes que estos días el abuelo necesita reposo y atención médica. No sé hasta qué punto es conveniente para él que vayamos a molestarlo.
El pequeño entornó los ojos, triste.
—Nos pasamos la vida en un hospital— le dijo a nadie en particular, al borde de las lágrimas. —Odio los hospitales, papá, huelen a muerte. Yo solo quiero que Cris se despierte por fin y que el abuelo se ponga bueno y pueda volver a casa, con nosotros. Él dice que la residencia es horrible, papá, no quiere volver allí.
—El abuelo está enfermo, exactamente igual que tu hermana, y ambos están en el hospital porque son las mejores manos en  las que podemos dejarles— papá se puso en cuclillas, para estar a la misma altura que mi hermano— Nico, tú mejor que nadie sabes cómo funciona esto. Ahora mismo solo podemos aguardar a que se produzca algún cambio en su estado.— mi padre suspiró, con cierto aire de culpabilidad— Si no hubiéramos hecho ese estúpido viaje… Si hubiéramos decidido pasar aquellas vacaciones en casa, en vez de obcecarnos en visitar las zonas más calurosas de África, tu hermana no habría sufrido la picadura que después la sumió en un sueño permanente.
Papá se llevó las manos a la cabeza, temblando como una hoja, más afligido de lo que le había visto nunca. Isabel lo tomó del brazo y lo sacó al pasillo para que Nicolás no tuviera que presenciar la escena.
Una vez que se encontró solo en el cuarto, se sentó al lado de mi cuerpo inmóvil, y le agarró el brazo con sus manitas.
—Cris— murmuró dulcemente, como quien le habla a un recién nacido. Al oír su voz sentí un tirón desagradable dentro de mí, como si alguien tirase del otro extremo de una cuerda a la que estoy atada— Cris, tienes que volver. Te echamos de menos, hermanita. Sé que no puedes oírme pero me gusta engañarme pensando que sí— la sensación de ser arrastrada se acentuó—  Los médicos dicen que la presión y el estrés pueden haber empeorado tu estado. Pero tú no estabas estresada, sólo estabas triste.
Dijo esto profundamente apesadumbrado, y abandonó la habitación. Nicolás había crecido; sus ojos habían perdido algo de esa vivacidad que demuestran tener los niños.
Mil y un pensamientos bullían en mi mente. ¿Qué es la vida para nosotros? ¿Merece la pena continuar luchando y afrontar todo lo que el tiempo tiene preparado para nosotros? No era una pregunta fácil, pero yo lo vi muy claro: la vida no consiste en saber agarrar el paraguas cuando llueve, sino saber bailar bajo la lluvia. En un segundo un buen día podía irse al traste y convertirse en el peor día de nuestras vidas. Pero la vida era así: luz y sombras. Y en ese momento me encontré a mí misma más preparada que nunca para afrontar todo eso y más. Buscaría mi luz.

No sabía cuándo ni cómo, pero iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para despertar y tomar las riendas de mi vida de una vez por todas.




Enero, 2017. Colaboración con Celia San Juan.

El árbol de la vida

Mientras pienso, escucho el golpeteo irregular de las gotas de lluvia contra los adoquines de mi balcón. Hace mucho que ha caído la noche, y aquí el aire es casi irrespirable. La quietud de este hogar ensordece a quienes permanecen despiertos y se atreven a encarar la soledad.

Últimamente callo más de lo que digo. Callo más de lo que escribo. Y observo. Y suspiro; suspiro muchísimo, lo que en varias ocasiones me ha granjeado algo más que una mirada de suficiencia. Sin embargo, mi mente es bulliciosa, más ruidosa de lo que nunca ha sido. ¿Sabe? Es mucho tiempo el que llevo con la idea en mente de inmortalizar quien ahora soy; de congelar la imagen de quien veo reflejada cuando me miro al espejo. Quién sabe, quizá algún día este papel arrugado sea todo lo que me quede para recordarme.
Para qué engañarle, la posibilidad de desaparecer me infunde un miedo terrible. Desaparecer: 1. Dejar de existir. 2. Ocultar, quitar de la vista, abandonar un lugar. La mera contingencia se siente como un viento gélido en mitad de una noche de diciembre.
Somos ciudadanos del mundo; un mundo donde cada individuo es un grano de arena que contribuye a crear figuras vistosas y definidas, de todos los colores. Mi experiencia (¿existencia… ?) me ha llevado a creer en la riqueza de las personas, en la compatibilidad de los sueños y en las esencias. Déjeme introducirle en mis menos conocidos pensamientos: desde hace unos años, pienso en el individuo como un árbol.
Originalmente pensaba centrar este escrito en la relevancia de la escritura y la literatura para moldear y constituir el carácter. Sin embargo, sin definir antes la relevancia y protagonismo del individuo en la sociedad como en la que vivimos, el tema resulta un poco deficiente. Por ello, hoy os hablo del árbol profundamente arraigado al suelo, y no de sus flores más bonitas.
El árbol de la vida posee una médula intrínseca, la cual se rodea de capas y capas de corteza en relación con nuestra experiencia en el mundo. Nuestro carácter se curte de la misma manera en que se curte el cuero, y alimenta a cada una de nuestras células. Es pegajoso como la savia que mantiene tronco (torso), ramas (extremidades) y raíces (psique) unidas.
Casi sin pretenderlo, hemos definido el carácter científico de nuestro árbol, el cual la ciencia modula. Mediante su investigación, se nos es dado el conocimiento suficiente para vivir con seguridad y la conciencia tranquila.
No obstante, ¿qué hay de las demás disciplinas? ¿Qué papel juegan con respecto a la figura del árbol?
Las primeras obras de arte datan, en la Península, del Paleolítico Superior, entre los 40.000 y los 10.000 años aC. El pretexto original para su desarrollo no fue otro que el instinto de supervivencia. Sin embargo, la forma de creación artística que ha llegado a nuestros días representa la necesidad de expresión visual de nuestro entorno, historia, ideas y sentimientos, que nos dota de la capacidad de reescribir nuestra realidad de forma que esta sea acorde a nuestra visión del mundo. Nuestras hojas, nuestros capullos y nuestras consiguientes flores, no son más que el resultado de la capacidad artística que guardamos con celo en nuestro pecho.
Finalmente, las (human)idades. ¿Me entendería si afirmase que humanidad y creatividad presentan una relación hiperonímica? La creatividad es un río que discurre bajo nuestros pies, fiero e incansable. Un río del que, no importa cuánto bebamos, no permitirá que se sacie nuestra sed de conocimiento. Alimentará nuestras inquietudes, construyendo desde dentro vigas de hueso y entretechos de cartílago, que sentarán nuestras bases al tiempo que nos permitirán seguir creciendo. He de decir que Elvira Lindo llevaba razón cuando afirmaba con convicción que son las humanidades las que nos proporcionan el sustento que un ser emocional y racional a partes iguales como lo es el ser humano, necesitan. Que estas raíces que me han permitido desarrollarme arraigada a un suelo -mi mundo interpersonal- no pueden explicarse en términos fotosintéticos, sino ontológicos. Humanísticos.
Mi concepción de la vida está centrada esencialmente en el individuo como unidad vital. “Lo cual es curioso”, murmuro para mí misma, rompiendo el silencio. “Somos quienes somos en relación a los demás”.
Fuera, hace rato que ha dejado de oírse la lluvia golpeando con suavidad contra los cristales de la habitación. Una luz tenue y dorada ilumina casi con timidez las calles de la ciudad, que despiertan de su letargo perladas de gotas de rocío cristalino. Un nuevo día comienza.

Yo me despido aquí, y me dirijo a usted.

"Hoy, ¿qué flores adornarán su árbol?


Enero, 2018.

miércoles, 3 de enero de 2018

La presión nos la imponemos nosotros mismos

Me parece conveniente empezar el año haciendo balance de cómo hemos llegado hasta aquí y las posibilidades que eso ha abierto ante nosotros. Nada como levantarnos por la mañana con la fuerza y motivación de quien tiene una razón por la que luchar. El análisis de este año se centró, dentro de mi crecimiento y evolución, en mi escritura abandonada. Han sido meses, muchos meses, de angustia (aparte de la generada por la incertidumbre que me crea el desconocer, sin entrar mucho más en detalles) porque las palabras ya no vienen a mí cuando las llamo. Ya no curan. Lo he estado pensando mucho y he llegado a la conclusión de que no escribo porque siento que todo lo que podría decir ya ha sido dicho por alguien más.

(Ingenua de mí, con razón pensaréis. Estás infravalorando la mente humana)

Resulta que la cuestión a afrontar no es ni mucho menos esa, pese a lo que podamos creer. Creo que para que las palabras funcionen como cura tienen que salir de muy dentro. Para sanar tejido herido, las palabras deben manar de nuestras vísceras, pues es allí donde se esconde el problema. El verdadero asunto es en que por mucho que se empatice con un fragmento escrito por un autor ajeno nunca lo vamos a sentir como verdaderamente propio. No podemos hacerlo nuestro.

Así. No. Cura.

Tomando esto como base, afirmo que una sensación, con toda su subjetividad y particularidades, no es extrapolable ni siquiera a un segundo. ¿Cómo va a serlo entonces a todos nosotros? Para mayor escarnio, a una sensación ni siquiera se la puede calificar como precisa. De ahí la importancia de ser nosotros mismos quienes escribamos sobre ello; ¿Cómo si no hacerlo nuestro, si simplemente al plasmarlo parte de su esencia ya se está perdiendo? Las palabras no son capaces de abarcar los sentimientos, las emociones y los pensamientos de forma que estos queden plasmados intactos.

Cuando escribes para ti, al igual que cuando dibujas o llevas a cabo cualquier otra actividad creativa, la presión por crear algo inédito, sorprendente y maravilloso desaparece, y es reemplazado por la eficacia para uno mismo.

Y entonces las palabras vuelven, y curan de nuevo.