Desde que tengo
memoria mi padre ha odiado la Navidad. En casa rehuímos el tema, pero todos
sabemos que desde que mamá se fue no es el mismo. Creemos que, a pesar de todo,
no pudo con ello, que algo en su interior se rompió y ahora lo ve todo como si
los colores que él solía decir que llenaban el mundo hubiesen perdido
intensidad.
De eso hace ya
mucho tiempo. Mamá se fue de golpe, sin previo aviso, y dejó a todo el mundo
conmocionado. Con un padre sumido en la tristeza y una hermana rabiosa por
independizarse y perdernos de vista, decidí tomar cartas en el asunto y empezar
a actuar como el pegamento que mantuviese unida a nuestra maltrecha familia.
Nicolás, mi hermano pequeño, se mantuvo estoico durante todo el camino al
tanatorio. Ni siquiera observándola allí, tras el cristal, con los ojos
cerrados y una leve sonrisa en los labios, parpadeó. Mamá parecía una muñeca de
porcelana, yacía inmóvil envuelta en lino y con las manos cruzadas sobre el
estómago. Con sólo nueve años, Nicolás sabía lo que había perdido y en el
momento no derramó ni una sola lágrima.
Tuvieron que
pasar días antes de que el pequeño irrumpiese en mi habitación llorando
desconsoladamente y se lanzase a mis brazos sin decir ni una sola palabra.
Entonces yo le acaricié la cabeza, en silencio. Nada de lo que yo pudiera
decirle podría aliviar la pérdida que habíamos sufrido, así que lo abracé lo
más fuerte que pude y esperé, taciturna, a que su llanto cesara. Nicolás era
sólo un niño, pero era un niño inteligente que sabía más del mundo que muchos
adultos.
Algunos meses
después, Raquel cumplió los dieciocho y se despidió ofreciéndonos una sonrisa y
un beso en cada mejilla, como a perfectos desconocidos. Ya sólo quedábamos tres
en casa y fue entonces cuando las cosas empezaron a volver al buen camino. Papá
se esforzó en que no nos faltase de nada y en que nos sintiéramos abrigados.
Hablábamos mucho y creo que eso ayudó, pero yo sabía que seguía fumando en la
terraza cuando la echaba de menos. Creía que no podíamos verle. Fue entonces
cuando empezó a salir de casa para dar largos paseos siguiendo la orilla del
río. A veces volvía sonriendo, así que nosotros le sonreíamos también.
Después de
nuestras segundas Navidades sin mamá, papá nos sentó en las mullidas butacas
del salón y nos dijo que tenía que presentarnos a alguien. Ese alguien tenía
los ojos del color de la lluvia y una expresión risueña y dulce. Nos abrazó muy
fuerte en cuanto nos vio. Fue una situación un tanto violenta para nosotros,
pero ella sonrió y dijo que papá le había hablado mucho de nosotros. Nico y yo
intercambiamos una mirada escéptica, intuyendo por dónde iban los tiros.
Efectivamente, mi padre y su nueva novia, Isabel, se casaron cuando las
primeras margaritas manchaban el césped con su blancura.
Isabel trajo
con ella la ilusión y calidez que nuestro hogar había perdido tiempo atrás, y
cuando un día me encontré efectuando una danza silenciosa con ella mientras
hacíamos los preparativos para la cena de Nochevieja, en un ambiente de máxima
comodidad. Tuve que admitir que papá estaba en lo cierto: nuestra familia la
necesitaba. Cantando a media voz la letra de una canción, dispusimos la vajilla
de porcelana y seleccionamos las servilletas más bonitas —esas con los ribetes
dorados— para que todo fuera perfecto.
Cenamos con mi
familia paterna y una atmósfera de alegría se asentó entre nosotros durante
toda la noche. Por unas horas parecía que todo era como antes, (¡Incluso los
abuelos, con todos los desvaríos propios de su edad, halagaron la gracia y
sencillez de Isabel!) y dimos la bienvenida al nuevo año todos cogidos de las
manos. Poco después el abuelo empezó a farfullar incongruencias acerca de la
borrasca que estaba a punto de desatarse en la ciudad, pero todos lo achacamos
al champán que había hecho que sus mejillas se ruborizaran y a su incipiente
pérdida de facultades. A veces olvidaba cosas, pero nada serio. Juraría que esa
fue la primera vez que oí a papá roncar mientras dormía a pierna suelta desde
que murió mamá.
{***}
Bip-bip.
—¿Dónde estoy?
—pensé para mis adentros. Abrí los ojos perezosamente, como si mis párpados
estuvieran sellados con pegamento. Parpadeé, confusa, para acostumbrar mi vista
a la brillante luz que entraba a través de una ventana.
Bip-bip.
Me incorporé
con movimientos lentos y delicados, sintiendo la cabeza a punto de explotar.
Extendí los brazos sobre mi regazo y me llevé una desagradable sorpresa: unos
finísimos tubos se introducían desde un soporte al lado derecho de mi cama y
hasta desaparecer por debajo de las mantas. Retiré las sábanas con sumo cuidado,
como si fuera de cristal, y mi desconcierto fue aún mayor: los tubos acababan
en delgadas agujas que agujereaban mi la piel a la altura del pliegue del codo.
Eso era… ¿un hospital? ¿Qué hacía yo en un hospital?
Bip-bip.
La habitación
estaba en silencio, sin nada más que lo rompiera que los agudos pitidos que
emitía un monitor cerca de mi camilla, que marcaba mi frecuencia cardíaca. “¿Se
puede saber qué está pasando aquí?” murmuré para mí misma, entre dientes.
Desesperada, arranqué las vías de mi piel y las deposité sobre la mesilla de
noche, temblando de puro miedo. Después me incorporé y abandoné la habitación,
descalza y sin nada más puesto que el fino camisón azulado del hospital. En ese
momento, lo único que me preocupó fue memorizar el número de mi habitación y su
planta. “Tiene que ser un error. Yo no debería estar aquí. ¡Si anoche estaba
cenando con mi familia!”
Con las prisas
ni siquiera me percaté de que los molestos pitidos seguían marcando constantes
vitales en el monitor, pese a que yo ya no estaba allí y no quedaba nada que
pudiera medir.
{***}
No me molesté
tampoco en coger el ascensor, y mientras bajaba al trote por las escaleras me
iban subiendo los colores, hasta que estuve segura de que estaba colorada como
un tomate. Pero ¡cómo se me había podido ocurrir salir de mi habitación así
vestida! Me tapé la cara con las manos, muerta de vergüenza. Lo más inaudito de
todo es que pese a cruzarme con varios pacientes acompañados respectivamente de
enfermeras o familiares durante mi desenfrenada carrera ninguno de ellos
levantó la vista para mirarme o se quedó extrañado de ver mi vestimenta. En el
momento no presté atención tampoco a ese detalle.
Llegué a
recepción sintiendo que me faltaba el aire, y con los pies helados por el
contacto con el suelo.
—Perdona, ¿me puede ayudar? —le pregunté a
la recepcionista, que se entretenía inflando pompas con el chicle que mascaba
mientras repasaba con un lapicero líneas y palabras que para mí no significaban
nada en una lista. Ni se inmutó. Volví a llamarla, segura de que estaba
concentrada en su labor y no me había escuchado— Oiga, necesito… por favor, es importante.
En ese momento
un anciano se acercó al mostrador y preguntó por la cafetería. La recepcionista
—María, según la placa en su chaquetilla— alzó la cabeza y le sonrió
amablemente, indicándole que la encontraría girando a la derecha en una
bifurcación algo más allá. Al instante volvió a centrarse en el documento que
estaba leyendo. Me quedé de piedra, recordando cómo todas las personas con las
que me había cruzado en el hospital me habían ignorado, como si no estuviese
allí. ¿Qué estaba pasando?
Giré sobre mis talones y observé en silencio la realidad confusa y
sinsentido que me rodeaba. Entre todos aquellos rostros a los que no ponía
nombre encontré una mirada que me resultó familiar: era una mirada perdida.
Perdida, como yo. Nunca había visto unos ojos tan grises y ojerosos como los
que adornaban aquel pálido rostro, al que parecían haberle arrancado el alma de
cuajo. Dicen que la mirada es el espejo del alma, pero aquello más que un
espejo se asemejaba más a un muro de hormigón. Pese a ello aquel muro parecía
lo único que ofrecía resistencia en el individuo, porque aquel muchacho parecía
de cartón. Tenía la impresión de que con poco más que un soplido acabaría de
bruces contra el suelo.
Mientras lo observaba, curiosa, sentí que detrás de la imagen de chico de
cartón había una historia, una historia que iba más allá de lo ordinario.
Interesada, quise saber más y me introduje en lo más profundo de sus ojos
grises y ojerosos y su mirada perdida.
Más allá de las heridas superficiales descritas con claridad sobre su
antebrazo, encontré una causa detrás de cada cicatriz. Algunas heridas aún
sangraban, algunas heridas ya estaban aparentemente curadas y algunas heridas
ni siquiera se habían dignado a aparecer. Por el momento. Pero supe que
llegarían. Traté de imaginarme el momento en el que el dolor interno y el dolor
externo se complacían mutuamente mientras un filo de metal rasgaba el epitelio,
despacio, con precisión, previa meditación y dibujaba una frustración sobre su
piel.
Sentí como si siete cuchillas arañasen mi espalda y me susurraran en el
cuello todo el frío de un invierno.
En lo que dura un pestañeo me di cuenta que a aquel adolescente, que no
tendría más de quince años, lo que le pasaba era que echaba de menos a su niño
interior. Tuve que estar de acuerdo con él: daría tanto por volver a aquella
etapa de mi vida en la que los sueños no tenían fronteras...
Ya no formaba un total, sólo fragmentos de lo que un día fue un niño con
sueños y corazón irrompible. Se había refugiado en un pozo en el que veía la
salida y no la forma de salir. Se había refugiado en una rutina en la que había
convertido un hábito el no comer ni dormir. Se había refugiado en una realidad
de la que no podía salir.
Y para cuando me di cuenta, me había refugiado en la mirada perdida sin
alma más fría, más oscura, más gris.
Gris como mi
niebla interior, que nublaba mi mente y obstaculizaba mi percepción sobre la
realidad.
“Céntrate.” Me
repetía una y otra vez. “Ubícate.” Se escuchaba sin cesar en mi cabeza.
“Cálmate.” Susurraba mi conciencia.
Pero, ¿cómo iba
a centrarme, ubicarme y calmarme si no sabía ni cómo, ni cuándo ni por qué
había llegado hasta ahí?
Nunca me habían
gustado los hospitales. Nunca me habían transmitido confianza. Nunca nadie pudo
salvar a mamá.
Si mi confianza
en la medicina se midiera según el porcentaje de agua en un vaso siendo éste
del 50%, aseguraría ver el vaso de agua medio vacío, y no medio lleno.
Los escasos minutos que llevaba vagando por los interminables pasillos eran
suficientes como para percatarme de que el pesimismo de Schopenhauer era una verdad
matemática. "La vida se presenta como una continua mentira" decía. Y
qué razón tenía.
Había comenzado a confundir lo que era mentira y lo que era verdad.
El hospital era un lúgubre laberinto de gélidas paredes blancas en el que se
respiraba un ambiente tenso y deprimente.
Me comparaba a mí misma como un vago fantasma: nadie me veía, nadie me tocaba,
nadie me conocía y yo caminaba ensimismada.
Llegué a la tercera planta tras subir un tramo de un par de docenas de
escalones.
"Oncología" indicaba un cartel azul con letras en blanco.
Aquel era un pasillo diferente. Era un pasillo en el que reinaba una flébil luz
de led parpadeante y un silencio ensordecedor, el cual se rompió en el instante
en que un llanto fatigado se convirtió en el centro de las miradas curiosas de
los pacientes y familiares que aguardaban en los bancos grises de metal.
Bajo la luz parpadeante se hallaba cabizbaja, y con un libro en el regazo, una
joven solitaria de ojos atentos a su lectura. Logré leer en el reflejo de sus
pupilas que se trataba de una novela de Stephen King.
Me senté en el suelo, frente a ella. Total, nadie notaba mi presencia...
En vez de descubrir el reflejo en sus pupilas, intenté atravesarlas y encontrar
su historia: sus inicios, su trayecto, sus ideas, su memoria, su filosofía, sus
proyectos, sus logros y victorias.
No tenía cejas, ni pestañas. Había perdido el pelo y el brillo en su piel.
Parecía demasiado delicada como para rozarla con una pluma.
Aquella chica, hierática, había llorado tanto que las ojeras se habían
acomodado y dibujaban medias lunas moradas sobre sus mejillas. Tenía los labios
agrietados, la tez amarillenta y se había mordido tanto las uñas que se
diferenciaban marcas de sangre en la yema de sus dedos huesudos.
Como si fuera la única persona que se percatara de mi presencia, alzó la cabeza
y clavó sus oscuros luceros ausentes en los míos; mirándome sin verme y
atravesando mi alma. Supe en aquel instante que le invadía una agonía
incipiente. Respiraba de manera irregular y acelerada. Parecía que la sangre
había dejado de fluir por sus venas.
Y allí seguía, mirándome sin verme y atravesando mi alma. En ese instante se
incorporó del todo y pude contemplarla en su totalidad: le faltaba el pecho
derecho.
Seis años atrás: su abuela fallece de cáncer de mama. Cuatro años atrás: su
madre fallece de cáncer de nama. Dos años atrás: encuentran un bulto en su
seno. Nueve meses atrás: se queda embarazada y decide abortar. Una semana
atrás: sufre una recaída. Una hora atrás: se sienta en el mismo banco del que
se acaba de levantar.
Una hora después: no sabía que el asunto se iba a complicar.
Una semana después…
Biip. Biiiiip.
Biii...
En ese instante
un ensordecedor pitido incesante resonando en mi cabeza me alertó de que algo
no iba bien, aunque no sabía muy bien de qué se trataba. Todo aquel que se
encontraba a mi alrededor hizo caso omiso del intermitente sonido que me
atosigaba y empezaba a agobiarme de verdad. Necesitaba localizar el foco que lo
producía. Cerré los ojos y después de meditar durante una interminable fracción
de segundo, mi instinto me condujo hasta la puerta cuyo número había memorizado
tan sólo unos minutos atrás.
En el momento
en que crucé el umbral de mi habitación me quedé helada. Sobre mi cama se
inclinaban Isabel, Nico y papá, los tres arrebullados y dándome la espalda,
murmurando entre sí.
—¿P-papá? —tartamudeé, con los ojos húmedos. Pese a que la falta de reacción
por su parte no me pilló por sorpresa, me sentí ligeramente decepcionada.
Todavía sentía ese dolor desgarrador en el pecho que poco a poco iba
extendiéndose por mi caja torácica y hacía que me sintiera vulnerable, como si
me hubieran absorbido de golpe todas las energías.
Papá lucía más paliducho de lo que recordaba, y parecía haber envejecido diez
años de un plumazo. Su mirada estaba tan cansada como la de un hombre que ha
vivido cien vidas, y suspiraba. Nicolás, a su lado, tenía los pómulos hundidos
y callaba, siguiendo con atención la conversación de los adultos. Incluso
Isabel, siendo una mujer tan llena de vida como lo era, se encontraba ausente,
apagada, como una flor pocos días antes de marchitarse.
Decidida a
hacerme notar, de una manera u otra, rodeé la cama y casi me caigo de culo del
susto: sobre el colchón, tapada hasta el cuello y todavía conectada al monitor
yacía yo, con los ojos cerrados y un gesto sereno.
Al instante se
encendieron todas las alarmas en mi cabeza y durante un breve periodo de tiempo
entré en el más absoluto pánico. ¡No podía ser! Yo estaba aquí, tan invisible
como lo llevaba siendo todo el día, pero aquí después de todo. ¿Quién era esa
chica de cabellos cobrizos que había usurpado mi lugar? Mi vida… Por un momento
me sentí engañada: me habían robado mi vida.
—Isa,— la voz
de mi hermano me sacó de mis cavilaciones. Bajé la cabeza y vi cómo el pequeño
tiraba de la manga del jersey de mi madrastra —había que ver lo duro que sonaba
esa palabra en mi cabeza—. Isa le frotó la espalda con cariño y forzó una
sonrisa que quedó matizada por las profundas bolsas bajo sus ojos— ¿Podremos ir
a ver al abuelo hoy?
Vi cómo Isabel
dudaba y miraba a papá, suplicante. Éste tampoco supo qué responder, y tras un
largo vacile contestó:
—Cariño, ya
sabes que estos días el abuelo necesita reposo y atención médica. No sé hasta
qué punto es conveniente para él que vayamos a molestarlo.
El pequeño
entornó los ojos, triste.
—Nos pasamos la
vida en un hospital— le dijo a nadie en particular, al borde de las lágrimas.
—Odio los hospitales, papá, huelen a muerte. Yo solo quiero que Cris se
despierte por fin y que el abuelo se ponga bueno y pueda volver a casa, con
nosotros. Él dice que la residencia es horrible, papá, no quiere volver allí.
—El abuelo está
enfermo, exactamente igual que tu hermana, y ambos están en el hospital porque
son las mejores manos en las que podemos dejarles— papá se puso en
cuclillas, para estar a la misma altura que mi hermano— Nico, tú mejor que
nadie sabes cómo funciona esto. Ahora mismo solo podemos aguardar a que se
produzca algún cambio en su estado.— mi padre suspiró, con cierto aire de
culpabilidad— Si no hubiéramos hecho ese estúpido viaje… Si hubiéramos decidido
pasar aquellas vacaciones en casa, en vez de obcecarnos en visitar las zonas
más calurosas de África, tu hermana no habría sufrido la picadura que después
la sumió en un sueño permanente.
Papá se llevó
las manos a la cabeza, temblando como una hoja, más afligido de lo que le había
visto nunca. Isabel lo tomó del brazo y lo sacó al pasillo para que Nicolás no
tuviera que presenciar la escena.
Una vez que se
encontró solo en el cuarto, se sentó al lado de mi cuerpo inmóvil, y le agarró
el brazo con sus manitas.
—Cris— murmuró
dulcemente, como quien le habla a un recién nacido. Al oír su voz sentí un
tirón desagradable dentro de mí, como si alguien tirase del otro extremo de una
cuerda a la que estoy atada— Cris, tienes que volver. Te echamos de menos,
hermanita. Sé que no puedes oírme pero me gusta engañarme pensando que sí— la
sensación de ser arrastrada se acentuó— Los médicos dicen que la presión
y el estrés pueden haber empeorado tu estado. Pero tú no estabas estresada,
sólo estabas triste.
Dijo esto
profundamente apesadumbrado, y abandonó la habitación. Nicolás había crecido;
sus ojos habían perdido algo de esa vivacidad que demuestran tener los niños.
Mil y un
pensamientos bullían en mi mente. ¿Qué es la vida para nosotros? ¿Merece la
pena continuar luchando y afrontar todo lo que el tiempo tiene preparado para
nosotros? No era una pregunta fácil, pero yo lo vi muy claro: la vida no
consiste en saber agarrar el paraguas cuando llueve, sino saber bailar bajo la
lluvia. En un segundo un buen día podía irse al traste y convertirse en el peor
día de nuestras vidas. Pero la vida era así: luz y sombras. Y en ese momento me
encontré a mí misma más preparada que nunca para afrontar todo eso y más. Buscaría
mi luz.
No sabía cuándo
ni cómo, pero iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para despertar y
tomar las riendas de mi vida de una vez por todas.
Enero, 2017. Colaboración con Celia San Juan.